POÉTICA

EL TEXTO ES EL ÚNICO ESCENARIO 

En diferentes momentos de mi vida me he visto invitado o urgido a escribir lo que suele denominarse una poética. La primera vez que tuve que escribir una fue en el ya muy lejano 19701; a ella siguió otra, escrita cuatro años después, en 19742, que ha sido republicada varias veces3. Con posterioridad a ellas y, sobre todo, a la que constituye la poética subyacente a mi libro Música de agua (1983), que está contenida en el Tratado de ipsidades (1984), habría que indicar otras, que podrían resumirse en dos: la titulada «El texto y su doble»4 y la diacrónica , y mucho más amplia, «El yo es un producto del lenguaje»5 . A ellas podrían añadirse dos anotaciones, hechas respondiendo a requerimientos muy distintos, como son: «Breve historia de un poema»6 y «Semáforos, semáforos: introducción, noticia y comentario»7. En todos esos escritos varios encontrará quien lo desee algo así como un esbozo de poética, pero sólo eso: nada más. Porque un poeta –por definido y claro que tenga su pensamiento poético, y eso, pensamiento poético, es lo que entiendo por poética– no puede ni debe abstenerse de evolucionar. Mi pensamiento poético –si así puede llamársele– nunca ha dejado de hacerlo: sería imposible que una obra no tuviera su propia evolución natural, sujeta a todos los avatares individuales o históricos, que se quiera, pero manteniéndose fiel a su continuidad. A fin de cuentas, un poeta es un hombre que se toma en broma a sí mismo, pero muy en serio a su obra. Y, para ello, la necesita conocer muy bien. La mía está articulada en bloques que han ido sucediéndose, al principio, y conviviendo y alternándose después, hasta constituir esos dos tipos de poema por los que la última parte de mi obra parece, de momento, transcurrir y que se corresponde con lo que Henry Gil8–siguiendo a Philippe Jaccottet– denomina «poema-instante» y «poema-discurso». Bajo esos dos epígrafes podría clasificarse casi toda mi producción poética: incluso la todavía inédita. Sin embargo, la poética que los anima no deja de ser una y la misma, sólo que con una doble articulación, que hace que los poemas se organicen por sí mismos en dos modelos distintos de dicción. La razón es bien clara, y Ernestina de Champourcin la explicó muy bien en La Gaceta Literaria del 15 de julio de 1928: cada emoción tiene su forma; cada momento, su ritmo. Y depende de las emociones, los momentos y los ritmos el que un poema tenga una u otra disposición. El poeta, siendo él mismo siempre, tampoco es siempre el mismo: experimenta en su vida, como en su obra, alguna que otra variación. Todo poema se orienta hacia su forma, la busca y la encuentra en ese su propio estructurarse: porque eso –estructura– es lo que todo poema tiende a ser. Y si no logra serlo, su unidad de significado se resiente. De ahí que lo realmente difícil de interpretar por parte del autor no es tanto el sentido del poema como la dirección que toma, el rumbo por el que opta y los giros que, a lo largo de su recorrido, puede dar. En un poema hay siempre una o dos palabras-eje en torno a las cuales todo se estructura o gira. Pero esa palabra o serie de palabras no son la estructura del poema, por más que la conformen: la verdadera estructura del poema es aquello en torno a lo que se organiza y dispone todo el orden de su enunciación. Esa palabra –o serie de palabras– se manifiesta en algo así como un presigno: en una prepalabra que viene dada por un ritmo cuya secuencia fónica exige ser llenada, completada, por lo que podríamos llamar su fonación. Consiste ésta en una consonante o una vocal que se repite y que, antes de converger en tal o cual palabra, aparece –o al menos así la sentimos– como un enunciado precedido de un ritmo que todavía no ha sido convertido en voz. Cuando se hace voz es cuando verbal –y no sólo fónicamente– se nos manifiesta, obligándonos a seguirla en el sonido sobre el que se articula antes de constituirse en forma y en función. Ese ritmo es el determinante del poema, pero no su causa, que siempre queda velada, oculta o más allá, y a cuyos diferentes grados podría aplicarse la triple distinción platónica. En mis últimos poemas  –como en los anteriores– no he hecho otra cosa que seguir ese ritmo interior: esa pre-lengua,que es pre-signo y que es pre-palabra, que no es el poema sino su estímulo generador, su pre-figura, su pre-sonido, algo que es y no es por completo lenguaje y que, sin embargo, es aquello que el lenguaje quisiera ser: aquello que todavía no se ve pero sí se oye. Una poética, pues, de lo audible más que de lo visible, por más que todo poema requiera un espacio arquitectónico –el verso, la estrofa, el bloque– en el que su epifanía se nos llega a mostrar. En mi caso, la primera manifestación de un poema no es óptica sino acústica: se hace óptica cuando se visualiza su fonación, no antes. Creo en la voz más que en la escritura. Por eso, los poemas rimados siguen su propio eco como principio unificador; en cambio, los poemas-discurso se estructuran sobre la unidad melódica y la cláusula rítmica que informan la sintaxis que le sirve de base. Escribir un poema es como dibujar un edificio que hiciera ver y oír dentro de él toda su arquitectura musical: seguir un sonido desde su inicio o preinicio hasta su extinción. Pero ese sonido es también y a la vez una forma de pensamiento que ilumina un instante de nosotros mismos tanto como de la realidad: es, pues, un modo de representación que, por serlo, también lo es de conocimiento. Ahora bien ese conocer no supone un saber sobre algo concreto sino más bien el recibir en uno mismo la llamarada de la –y su– totalidad. De ahí que la poesía sea una pasión y, a la vez, una participación de –y en– lo Absoluto: porque eso que el poema nos devuelve o nos da, no es algo que existe antes de su decirse sino algo que se manifiesta sólo en el momento de su propia dicción, pues es él el que así – y a sí mismo – se dice. Sólo el poema lo produce. Por eso, en mi poesía, hay un único tema –la Realidad– que unifica otros dos: la identidad y el lenguaje. El tiempo –o la sensación lírica o emocional del tiempo– también, pero como un desarrollo del primero de estos hipotemas. El lenguaje, en cambio, sí ha constituido siempre para mí una angustia yuna obsesión: una especie de laberinto en el que la ósmosis del espacio y del tiempo en la memoria nunca llega a ser fijada por los signos, a los que no sostiene nada sino sólo la voz. Y esta nada de la voz, que es también la del signo, traduce la nada del yo. Resbalar por la voz es como resbalar por el tiempo: el lenguaje se convierte así en un abismo en el que se diluyen las cosas tanto como el yo. La disolución del yo es como la disolución del signo. Y esa disolución es lo que el poema nos deja después de habernos hecho sentir la totalidad del Absoluto, que es lo único que confiere realidad al yo. La nostalgia de ese Absoluto, delque sólo hemos visto parte de sus reflejos, es lo que a mí,al menos, me hace seguir escribiendo.

Los poemas nos ocurren: no se nos ocurren. Son, pues, voces, hechos, actos, a los que no sabemos ni podemos renunciar, aunque sí aplazar algunas veces. Pero esos aplazamientos, cuando se producen, no los imponemos nosotros sino ellos, que dilatan en el tiempo la manifestación articulada de su voz. En ningún caso proceden de nosotros sino de una persona poemática, que es desde la que hablan y que sería erróneo confundir con el yo del autor. Alguna vez he definido la poesía como una cuarta persona gramatical, como una máscara elocutiva que se apodera durante un cierto tiempo de nosotros y con la que, durante ese tiempo, podemos –mediante un pacto poético– establecer algo así como una identificación. Ahora bien, esa identificación es sólo momentánea: dura lo que dura su elocución o la escritura del poema, y termina cuando se le pone punto final. Su realidad, por tanto, es otra porque el poema es esa voz elocutiva en la que el yo de quien la dice no se anula, pero sí se suspende, mientras la escribe, como se suspende también el yo del lector mientras la lee. Escribir y leer no son operaciones diferentes: se suceden la una a la otra, si es que no se producen juntas y a la vez. Un acto siempre es traducción de otro. La escritura no lo deja de ser: traduce instancias de discurso pronunciadas por una máscara elocutiva que no es –o no es sólo– la del propio yo sino una cuarta persona gramatical, permeable y cambiante, desde la que el lenguaje dice lo que no dice –o no puede decir– el yo: es, pues, un fonador impersonal que, sin embargo, conforma tanto al poema que se escribe como a la persona que lo escribe y, por ello, también a quien lo lee. El yo –he dicho alguna vez– es un producto del lenguaje como lo es todo cuanto hay en nosotros y constituye nuestro más inmediato o profundo entorno o distorno interior. Fuera del lenguaje no hay nada: no existe nada, porque lo que llamamos cosas consisten precisamente en su –que es nuestra– dicción. Lo que decimos de las cosas acaba siendo identificado con las cosas: nomina, numina decían los latinos. Sí: los nombres generan realidades porque todo es representación –los sonidos y las letras son sus actores, y el texto, su teatro.

La poesía –como casi todo– es mímesis, y lo que se representa en ella es un modo singular de yo: un yo exento de la limitación de lo real, pero que asume todas sus mismas contingencias: un yo rimbaudiano, que es otro y el mismo cada vez, porque sólo siendo otro puede ser él mismo. La tragedia ática lo sabía muy bien: la mímesis griega es lo que los teóricos de la literatura denominan ficción. Por eso dice Pessoa que el poeta es un fingidor. Y lo es no porque finja sino porque se ficcionaliza: se ve y se autorrepresenta sólo como otro, y ese verse y autorrepresentarse como otro es lo que le permite verse a sí mismo como es.

En una obra hay –más que estilos y etapas– personas poemáticas diferentes. La primera de las mías fue barroca y surrealista; luego, pura y esencialista; más tarde, postmodernay urbana; y ha acabado siendo existencial. Ni yo ni mis personas poemáticas somos uno y el mismo, como tampoco lo es el propio yo. Lo queramos o no, estamos siempre en continuo movimiento. Y éste es –si no el único– sí el más profundo cambio que puede observarse en toda creación. De joven aspiré a la creación de un sistema poético, sólido y cerrado, que me permitiera sortear las angustias y penalidades de la vida con la arquitectura de lo que entonces consideraba perfección. Pero ese sistema –que tuvo una duración de años: desde 1970 hasta 1983– no ocultaba sus disfuncionalidades que tomaban la forma de una fuga y dejaban al descubierto las no pocas fracturas que había en su interior. La tematización de esas disfuncionalidades de mi propio sistema constituye desde hace décadas el núcleo de mi propia creación. Todo queda, pues, dentro de casa: la regla y la excepción, pues ambas configuran –si así puede llamarse– mi sistema poético, mi mundo y su dicción. Decirse es desdecirse, y al revés. Todo sistema genera tanto su línea de luz como su línea de sombra:la mayoría de las veces vivimos y habitamos en las dos.

Jaime Siles, enero de 2015

 

 

 

1 Cf. Enrique Martín Pardo, Nueva poesía española, Madrid, 1970, pp.107-108 idem, Nueva poesía española (1970). Antología consolidada (1990), Madrid, 1990, pp. 78-79 y pp. 215-216, que añade a la anterior algunos desarrollos y variantes.

2 Cf. José Batlló, Poetas españoles poscontemporáneos, Barcelona, 1974, p 325.

3 Cf., entre otras, Víctor Pozanco, Nueve poetas del resurgimiento, Barcelona, 1976, y recogida en Pedro Provencio, Poéticas españolas contemporáneas. La generación del 70, Madrid, 1988, pp. 204-212, donde también hay otras consideraciones que, sólo hasta cierto punto, podrían ilustrar determinados puntos de mi poética

4 Cf. Claude Le Bigot (dir. ) Les polyphonies poétiques. Formes et territoires de la poésie contemporaine en langues romanes, Presses Universitaire de Rennes, 2003, pp. 299-306.

5 Cf. Jaime Siles, Poética y poesía, Fundación Juan March, Madrid, 2007, pp. 17-38.

6 Cf. Jacques Soubeyroux (dir.) Le Moi et l’Espace. Autobiographie et autofiction dans les littératures d’Espagne et d’Amérique latine, Presses Universitaires de Saint-Étienne, 2003, pp. 455-462.

7 Cf. Francisco Estévez (ed.), Poetas por sí mismos, prólogo de Cesare Segre, Madrid, 2007, pp. 175-

8 Cf. su libro La poésie de Jaime Siles. Langage, ontologie et esthétique, ENS Éditions, Lyon, 2014, pp. 273 ss.

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